Santiago Abascal anda diciendo que “las mujeres asesinadas lo han sido, mayoritariamente, a manos de extranjeros”. Le han respondido con números que eso es un bulo indigno, una trola xenófoba: en 2017, el 66,7% de esos asesinos era de nacionalidad española. El califa, pues, miente, y eso está muy feo. Claro que, incluso aceptando la recia hispanidad -ya me entienden, si quieren- de esos dos tercios cafres, el tercio restante es foráneo. Si menos del 10% de la población lo es, ¿ese altísimo porcentaje no merece ni glosa, ni una especial atención, ni un mísero titular? Pues nada, colegas, sigamos cerrando los ojos, la boca y la calculadora.

Lo repetiré hasta hartarme: el progresismo no debería negar la realidad, por muy horrible que sea, sino proponer medidas humanistas, si es posible, para mejorarla. No debería tomar por ignorante paranoico al paisano patriotero, como si todos sus miedos fueran fruto de un empacho de Pío Moa. No debería combatir la exageración cruzada con una mera degustación de cuscús y dos batucadas. O, en su defecto, con una retórica casposa, ya sea modo Goa o modo bolchevique, donde la Verdad nunca se escribe a lo Unamuno: con mayúsculas, aunque escueza.

A mí lo de Vox no me ha sorprendido nada y, es más, hasta puedo dármelas de listillo al haber augurado con mucha antelación que venía el lobo, tan evidente resultaba la negligencia pastoril. Habría preferido, se lo aseguro, no acertar. La última égloga postelectoral -“le han votado los ricos”- vuelve a recordarnos que cierta izquierda, si no cambia de flauta, va camino de convertirse en una suerte postmoderna del bardo Asurancetúrix.