No vi los dichosos debates electorales. Digamos que no pude y ya está, así que tampoco puedo comentar nada en concreto. Pero que quede claro que eso no son debates. No deberían llamarlos así. Además de desatinado es una infamia. La palabra debate tenía prestigio. Lo que pergeñan ahí (en el mejor de los casos) es un show mediocre y bastante morboso. Un simulacro de debate en el que la discusión intelectual ha degenerado en la repetición de frases hechas, propaganda y clichés. Cuando no en algo peor, claro. La nueva forma de hacer política en televisión lo pervierte todo. Saben de antemano las preguntas que les van a hacer y el tiempo del que disponen para responderlas. Todo está pactado. Todo está dispuesto de antemano por el equipo de cada candidato: medido al milímetro por sus asesores personales: ensayado frente al espejo una y mil veces. No solo el texto: también la modulación del tono, las pausas e inflexiones, la gestualidad general, las miradas o no miradas, las sonrisas acartonadas y los ceños fruncidos. Dicen que los turnos fueron cronometrados por árbitros de baloncesto especializados en la gestión de las décimas de segundo. Todo es ridículo. A nada que lo reconsideren con un poco de honestidad moral, los mismos políticos tienen que sentirse avergonzados de ver la clase de muñecos en que se han convertido. El único que puede salir beneficiado de semejante farsa es el que se libra de aparecer en ella. En este caso, el del caballo y la pistola. Estará relinchando de risa. En cualquier caso, lo peor de todo (lo más triste, en realidad) es que este tipo de productos mediáticos elaborados a base de maquillaje, ansiedad, fingimiento y cinismo resulten tan decisivos como dicen los expertos. Si es así, da miedo pensar en cariz de la política que se avecina.
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