Para empezar, nos movemos, existimos y somos a pie, en villavesa y ocasionalmente en taxi. Y a ver, que luego hablando de tú a tú igual se entiende todo. O no. Pero lo de estos días ha sido una concentración de desencuentros con el sector del taxi.

El miércoles iba pillada, así que me acerqué a la parada y como no llegaban taxis, seguí la recomendación que me dio en su día un profesional del ramo y llamé a la centralita dando como dirección de recogida el portal situado enfrente. Al cuarto de hora llovían taxis a la parada (donde se había ido acumulando gente) y yo seguía colgada. Dada la tardanza del vehículo que ya nunca ya sería el mío y que la hora me permitía coger una villavesa, cancelé el servicio no sin haber mantenido un cambio de impresiones mejorable con la encargada de la centralita. Y llegué tarde.

Lo comentábamos el viernes mientras esperábamos en otra parada vacía. Pasó un señor simpático y se paró con nosotros. Se fue. Pasó un rato. Llamamos a la centralita. Que mandaban uno. Tardaba. Pasó un señor conocido y no menos cordial que el anterior y se ofreció a llevarnos. Declinamos. Conversábamos cuando un taxi sobrepasó la parada y gesticulamos y gritamos que llevábamos cuarenta y cinco minutos esperando y la taxista, encantadora, dio la vuelta y paró aunque iba de retirada. Los señores conocido y jovial, que apareció en aquel momento, le aportaron cumplido testimonio de nuestra desquiciante situación. Ella se portó y llegamos a la cena a tiempo porque la cena se retrasó. ¿A la vuelta? Pues llamamos a la centralita. Quince minutos después volvimos a llamar. Que no había taxis en la zona. Nos permitimos preguntar si el taxi seguía siendo un servicio público. Mal rollo, la verdad.