Cuando ver una luciérnaga, algo que resultaba tan común hace apenas unos años, se convierte en un acontecimiento extraordinario es síntoma de que algo malo está pasando en la naturaleza. Algunos animales tienen la capacidad de proporcionarse luz a sí mismos. Una incandescencia que casi nunca usan para alumbrar su propio camino, sino para guiar al otro sexo. Son candiles para el amor. Es el caso de las luciérnagas. La bioluminiscencia resulta fascinante por muchos motivos. Uno de ellos es su proceso fisiológico y su control con precisión, es decir, que estos animales se encienden y se apagan a voluntad. Se trata además de la más eficaz. Incluso más que la del sol, pues éste sólo convierte en fotones el 35% de su energía, mientras que los animales luminiscentes consiguen convertir el 95% de la energía empleada en el proceso en radiaciones lumínicas. Todo ello se debe a unas moléculas, de luciferina, que, al ponerse en contacto con el oxígeno atmosférico, con agua metabólica y la enzima luciferasa, se oxida a toda velocidad para originar destellos. La bioluminiscencia se puede contemplar fácilmente en los mares donde abundan las pequeñas algas unicelulares que, al contacto con algo que se mueve en superficie, se encienden fugazmente. La otra forma de acercamiento a la bioluminiscencia son las luciérnagas. ¿Quién no ha visto alguna vez una luciérnaga? Al menos, todos hemos oído hablar de ellas. Son unos bichitos antaño muy familiares en el mundo rural, que se encienden de noche como si llevaran una diminuta bombilla. Ya sea por los dibujos animados o por los peluches, por las poesías o los cuentos, los gusanos de luz forman parte de nuestras vivencias. Muchos hemos tenido la experiencia de ver luciérnagas en plena naturaleza en las noches de verano, quizá en nuestro jardín, en una huerta o a la vera de un camino. De hecho, en comparación con otros muchos animalitos, son fáciles de reconocer. Cuando uno ve una lucecita brillando de noche sobre la hierba o entre la maleza, o acaso entre las oquedades de un muro de piedra, se puede estar casi seguro de que se trata de una luciérnaga. Según las filólogas Esther Hernández e Isabel Molina, que publicaron hace ya dos décadas el estudio Los nombres de la luciérnaga en la geografía lingüística de España y América, las denominaciones aluden, por un lado, a la luminiscencia: lucero, lucerico, lucete o luciente en zonas de Navarra, Aragón y Andalucía oriental. Por otro lado, los nombres hacen referencia a un insecto que alumbra: gusano de luz, sapo luciente o bichito alumbra. En Cataluña, o en zonas limítrofes, también se usa cuca de llum, y en País Vasco y en Navarra, ipurtargi. Tienen caparazón y poseen alas para volar en busca de esa fosforescencia que, desde los arbustos o el suelo, los reclama para el amor. Un faro de señales amorosas fosforescentes que desgraciadamente, también se va apagando. Quién no las ha visto hace ya unos cuantos años y ahora en muy poquitas ocasiones en estos días de julio son los mejores momentos y quedábamos absortos observándolas. Para los que hemos conocido días y noches veraniegas con campos llenos de vida es algo muy triste y un claro síntoma de que el progreso nos está llevando al desastre medioambiental. Las principales causas de este declive son la pérdida de hábitats silvestres; la especulación urbanística y el auge de infraestructuras viarias; la contaminación de los suelos por pesticidas; especies invasoras que acaban con todo tipo de insectos; y los fenómenos asociados al cambio climático.