Cuando estás inspirado, es una maravilla. Florecen los hallazgos. Pero no es porque florezcan de verdad. Solo florecen porque estás inspirado, no sé si me explico. Tú sabrás con qué te has inspirado, claro. Hay gente que se inspira con auténticas mierdas, no te lo podrías creer. Pero, lo que quiero decir, es que hay hallazgos que no lo son. O sea, que a ti te parecen hallazgos, en un momento dado. Y flipas solo. Porque estás en las nubes. Pero que, en realidad, no son hallazgos. Son problemas. Ya me entiendes. Algunos, cuando se inspiran, solo crean problemas. Y bueno, hablando ahora del viejo y entrañable asunto de la plataforma de hierro oxidado del Labrit (esto solo lo pueden entender los de Pamplona, me temo), podríamos decir que los buenos políticos son los que acaban solucionando años después los problemas que ellos mismos crearon con entusiasmo extremo y osada inspiración. Y, por tanto, los malos políticos serían los que no: los que ni siquiera eso. Mira, Lucho, qué quieres que te diga, yo paso casi todos los días por ahí. La veo constantemente. La plataforma oxidada, sí. ¿A quién se le ocurrió la idea? ¿Quién era ese genio? ¿Y quién era el otro, el que saltaba con los brazos en alto gritando hurra, el que veía el negocio? El tema de la plataforma oxidada es una buena metáfora de algo, supongo, Lucho. Algo relacionado con el misterioso fluir de los caudales públicos, ya me entiendes. Si yo fuera Chejov escribiría un relato parodiando suavemente el perfil de los personajes centrales: el inspirado artista de mentón elevado, el funcionario municipal ceñudo de pocas luces, el alegre y generoso promotor de obras y toda esa tropilla habitual de renacuajos que pulula graciosamente en esas charcas. Pero no lo soy. Chejov, digo. Yo, lo que siento, es vergüenza. Cada vez que paso por allí. Estupor y vergüenza. Soy más de Kafka, creo. Así me va.