Casi nadie que monte un bar o una cafetería y que pretenda que su negocio sea próspero y que su local sea visitado y que esa visita se convierta en una experiencia agradable para los clientes dejaría en mitad del local esparcidas por el suelo las mondas de unas patatas canucidas o encima de la barra restos de pescado podrido o ni siquiera algún elemento que visualmente pueda resultar molesto u ofensivo. Todos hemos visto, por ejemplo, que cuando se cae algo al suelo enseguida salen con diligencia -no hablo de bares de marcha atestados- y lo friegan, o que si hay algún desperfecto tratan de devolver rápidamente al lugar su estado original. Las y los dueños, así como los empleados, se suelen esmerar en tener todo limpio y que la decoración sea bonita, aunque sea sencilla, y, por supuesto, que los productos que ofrecen alcancen una buena calidad. Es lógico que mimen hasta el mínimo detalle, porque cuesta mucho poner algo en marcha, cuesta más conseguir una clientela estable y aún más mantenerla. Lo controlan todo y, salvo pocas excepciones, la mayoría de los lugares que puedes llegar a visitar son cuando menos gratos y muy dignos. He llegado a la conclusión de que es tal el número y la variedad de cosas de las que tienen que estar pendientes que cuando llegan al final y a la puta música de los huevos no pueden más y pasa lo que pasa. Ayer me salí de uno en el que a las 10 de la mañana sonaba a todo tren ¡Quiero pedirte perdón, pedirte perdón!, una cosa tóxica que al volver a casa vi que es de Bisbal, cágate. Unos días antes le dije a una camarera que lo sentía pero que me iba, el reggaetón a volumen infernal para ser las 5 de la tarde me estaba horadando las sienes. Ignoro si para llevar un bar o una cafetería es condición indispensable haber perdido las orejas en un accidente ferroviario u olvidar que los clientes no somos cobayas de algún experimento de Mengele.