Me gustaría creer que hay un futuro luminoso que aguarda a los pueblos que conforman el Pirineo Navarro, pero soy escéptico, por desgracia, aunque ahora parece que se está tomando en serio todo este tema de la despoblación y que los valles y pueblos que lo forman se están implicando fuerte, así como las instituciones principales, así que a más de 50 kilómetros de distancia, cómodamente sentado tras un ordenador en la capital, haya escépticos es una vacuidad, puesto que los importantes están allá y en los salones y despachos de aquí. Y, aún siendo escéptico, sí que creo que todavía quedan opciones para convertir aquellos en lugares en los cuales quedarse o irse a vivir no sea una auténtica odisea, fundamentalmente laboral, pero también educativa, sanitaria y, aunque en menor medida, social. Los 30 pueblos que forman el Pirineo han perdido de 1996 a 2019 el 26% de su población, con casos en los que se llega a una pérdida del 50%. Pérdidas que se suman al hecho de que las edades medias de quienes siguen viviendo allá son muy elevadas. En mi familia les suelo decir que si voy a un cementerio tengo menos sensación de cementerio que cuando voy a mi pueblo: casa cerrada, casa cerrada, casa cerrada, una persona, dos personas, casa cerrada, casa cerrada. Conozco ya más gente que ha fallecido que la que conozco que haya vivido allá y siga viva, lo cual supongo que es una realidad que les ocurre a muchos y muchas. Por supuesto, no soy experto en la materia como para saber qué hay que hacer para que aquello no se siga despoblando a marchas forzadas, pero parece obvio que la casi nula existencia de industria -siquiera pequeña- cercana es un lastre enorme, por mucho que las nuevas tecnologías o el turismo permitan dar alternativas, alternativas que, por ahora, no logran detener la sangría. Esto -lo que sea, que está por ver- llega 50 años tarde, pero ojalá sirva de algo.