ace muchos años, cuando tenía 13 o 14, pasé la Nochevieja con mis primos y primas en la nieve. Por la tarde nos juntamos con más chavales y chavalas, niños y niñas amigos de ellos, habituales desde hacía años, y por la noche, los más mayores salieron a dar una vuelta tras las campanadas y les acompañé, en la que creo que era la primera vez que estaba en bares de noche, tomando cualquier refresco o similar. Recuerdo que volvimos no muy tarde a casa. Nos levantamos unas horas después sobresaltados. Una de las niñas con las que jugamos la tarde anterior no se había despertado. La noticia corrió de casa en casa como corren las tragedias, a una velocidad tan alta como enorme era el estupor y el dolor: una niña de 9 o 10 años muere mientras duerme. Estoy viendo su cara. Laura, creo que se llamaba. Cada vez que tengo la tentación de calificar un año como malo o trágico porque, yo qué sé, se haya muerto mi madre, mi abuela, mi tía, íntimos amigos, me hayan dejado tres novias o perdido un trabajo o cometido errores graves o haya habido una pandemia, lo que sea, intento pensar en que para aquella familia aquello sí que fue un mal año, uno malo pero de los de verdad. Por supuesto el dolor no funciona por comparación y el mayor dolor ajeno no elimina nada del propio, pero sí sirve para ponerlo en contexto. Muchas personas han tenido un año pésimo. No ha sido mi caso. Ha sido duro, he perdido a una de esas 10 personas que forman mi Cualquier día por encima del suelo es un buen día