o sé si les pasará, pero una de las cosas que noto conforme pasa el tiempo es que los acontecimientos -sobre todo los deportivos- que antes de parecían ocasiones únicas, llenas de electricidad, ilusión, expectativas y alegrías y soponcios las vivo ahora con una mezcla de interés mediano, atención la justa y salvo 3 o 4 eventos -ciclísticos y atléticos, principalmente- el resto pasan por mi cuerpo como si tal cosa, sin dejar poso alguno. Hace poco perdió el Barcelona la final de la Copa de Europa de baloncesto y eso hace 30 años o 20 me hubiese supuesto una semana de depresión y apenas hice dos muecas. Con el fútbol me está pasando igual: el 99% de los partidos me parecen el mismo y éste a su vez igual al 99% de los que vi del Mundial de 2018 o de la inmensa mayoría de los que he visto en 2020 y 2021 con esto de la pandemia y la falta de público. Vamos, que creo que es evidente que está el paso del tiempo y que ya no vivo estos asuntos con esa ilusión infantil de antes, lo que es en cierta manera lógico aunque sea una pena, pero a esto, sobre todo en el caso del fútbol, se le une el hecho de que hay una saturación muy alta de partidos para ver y que efectivamente se ven -en los 80 y 90 veías mucho menos fútbol, amén de que ir al campo era una experiencia casi mística- y luego un modo de jugar tan sumamente exigente, físico y táctico que hace que salvo dos o tres excepciones ver un partido sea una turra soberana. El enorme conocimiento que tienen unos de otros, la fuerza física, las tácticas al milímetro, han convertido las dimensiones del campo grande en dimensiones de campos de futbol sala -futbito le llamábamos antes- donde no queda hueco para nada ni nadie y donde muchos minutos y a veces todos son ejercicios de erosión que erosionan mucho más al espectador que al rival. Es como si el fútbol en sí mismo reclamase cambios para hacerlo más atractivo.