ntes de ayer fue el friday ése. En nada son las Navidades, a las que siguen las rebajas. Mientras tanto, llevamos meses -años- siendo informados claramente de que nos estamos zampando el planeta a una velocidad desaforada. Los supermercados, los bares, las casas, tiramos millones de kilos de comida mientras miles de millones de personas comen de mala manera. En el desierto de Atacama, creo, hay enormes montañas de ropa que las grandes marcas depositan cuando ya no les sirve. La gente llena sus armarios, sus trasteros, sus cómodas, sus mesillas, hasta los mismísimos topes. Consumimos materia como cerdos. Peor que los cerdos. Esto es así. Unos más, unos menos, pero en general somos una sociedad que está constantemente comprando cosas que en su inmensa mayoría no necesitamos para nada. Hay envases de plástico y cartón y embalajes por todas partes, envolviendo productos pequeños que podrían ir sueltos, hay aparatos electrónicos para todo, todos tenemos ya en casa cables que no sabemos para qué son ni de dónde, podríamos morir aplastados por nuestros propios artefactos. Los coches... Los coches son ya tanques y algunos de los que antes andaban ahora van en patinete y lo recargan en la corriente eléctrica, nos jalamos la electricidad a bocaos. Decrecer es un verbo que suena feo. Decrecimiento también. Parecen términos puestos por el enemigo de la causa, puesto que crecer siempre suele ser positivo. Decrecer es feo. Lo que hace falta es parar. Parar y tirar. Sanear y reducir. No hace falta llevar una camisa un mes seguido, basta con no tener 30 en el armario, ni 15 zapatos, ni de todo decenas de copias. Este es un trabajo personal de cada cual, puesto que hemos crecido en un mundo en el que comprar era sinónimo de todo lo positivo y placentero de la vida. No se trata de vivir en una cueva. Se trata de pararse un segundo a pensar lo ridícula que es tanta acumulación.