En aquella calle la mayor parte de la realidad se disolvía en el aire del olvido. Aquí vivieron comerciantes, notarios y familias ilustres. Y putas y gitanos de raza. En 1700 fue la calle de los pellejeros, pero desde 1906 se llama Joaquín Jarauta, La Jarauta. Hoy es una de las calles más degradadas de la ciudad. Vive gente sí, pero como dejándose caer y esperando lo inevitable.

Aquí la pobreza severa apalea a un 18,6 de la población. Pero ese malvivir de muchos resuena poco. A no ser por la Jarauta 69. Aquí la soledad es la compañía de mucha gente mayor. Y muchos sobreviven hacinados en habitaciones de mala muerte que se pagan a 350 euros. Aquí la gente se ha vuelto refractaria al paro. Tanto que saquea su propia vida para ofrecerla al mejor postor. Muchas familias están enganchadas a la desesperanza vital de un futuro imperfecto. Aquí no quedan apenas comercios, ni tiendas. Ha habido una descapitalización generalizada de recursos y del tejido comercial. Y una galopante degradación del parque de viviendas. Aquí solo quedan algunos bares y la mayor tasa de sociedades gastronómicas y peñas de la ciudad; como si fueran una salida de emergencia.

En tiempos la comunitarización y la vecindad bien entendida funcionó. Pero la ruptura de redes vecinales, destrozadas por nuevas formas de consumo, residencia y sociabilidad, han roto los vínculos que soldaban a la gente. Hoy todo son puntos suspensivos. Y sí, están los Servicios Sociales. Pero saturados de tensión y burocracia de contención.

¿Cómo se arregla esto? No es fácil. Intervención publica e institucional que revitalice globalmente la calle a partir de necesidades reales del vecindario. Un vecindario que debe incluir en sus acciones a ese 18,6 de población siempre excluida de todo proceso participativo y de dinamización. Solo así se politiza el sufrimiento. Más allá de la dinamización festiva, sumisa y desconflictivizada.