os balcones se han convertido en nuestra libertad condicional, ese lugar donde nos asomamos a la geografía imposible de transitar, desde el que vemos un barrio desolado pero también socializado. Los balcones son ya la platea de los grandes aplausos, la orquesta de las cacerolas, el lugar donde combatir el aburrimiento y esparcir solidaridades. Los balcones son los respiradores de la nueva reclusión. Pero los balcones y las ventanas y las rendijas por donde vemos el nuevo mundo silenciado, son también el observatorio de los delatores, el mirador de esos guardas forestales del nuevo orden vírico. Entrevisillos se esconden los nuevos guardianes del orden venidero.

Y es que en nombre de la pandemia y su erradicación se ha impuesto un nuevo control del mundo que empieza por el vecino. Como dice Leila Guerriero, vivimos el encierro como un alivio, el control social como un deber y la distancia con el otro como una señal de amor. Pareciera que en una sociedad moldeada por el pánico, mejor perder libertad a perder la vida; eso pensamos. Por eso, desde esos balcones he visto increpar a jóvenes, a abuelos que transitaban despistados y a mujeres sospechosas solo porque no llevaban un carro de la compra. Y me jode esa campaña para que los niños autistas vayan con un lazo azul. Eso demuestra que la delación se ha convertido en un orgullo ciudadano. Y me pregunto qué vendrá después, ahora que hay una desafección de la vida social, que la política y la crítica radical se subestiman ante la sanitarización de la vida. Qué pediremos después con el pretexto de salvar la vida; que nos cierren las fronteras, que se expulse a los extranjeros, que el ejército patrulle de nuevo las calles.

Mientras escribo esto siento el miedo azuzándome el cogote. Y aunque piense así, me hago la misma pregunta que usted. ¿Y después de esto, qué?