iro el paisaje que está creciendo en la urbanidad normativizada pero vacía de nuestras calles. Camino por los barrios en medio de una asfixia extraña, por calles que antes eran de paso y ahora son de paseo. Y llego al Casco Viejo, un auténtico laboratorio de miradas, cuerpos, comportamientos, idas y venidas y rutinas dislocadas. Y me fijo en cosas que antes no estaban ahí. Porque si algo está ocurriendo en nuestras calles y plazas, en cada espacio vivido, es la emergencia de lo oculto, de lo tapado por la normatividad incuestionada de nuestra anterior normalidad. Llego a la Plaza de la Navarrería, ese barrio-Estado, bastión del mogollón, la fiesta, la multitud, del ocio y del comunitarismo. Y no hay nada. Solo el silencio inquietante que hemos descubierto como el mejor profiláctico contra el desasosiego. Entonces ocurre algo. Un grupo de niños y niñas juegan sin sospecha alrededor de esa fuente de la Navarrería construida en 1798. Y me extraña verlos ahí, jugueteando en medio del caos. Ajenos a este tiempo insomne pero inmensamente felices. Me extraña verlos en esa plaza prohibida para ellos desde hace muchos años y que hoy han tomado al asalto, como se conquista la teoría de la gravedad y te dejas caer dulcemente. Como esa fauna salvaje que hoy invade las ciudades recordándonos que ese territorio un día fue suyo.

Esa infantería de la inocencia, jugando sin aflicción en esa plaza rescatada, representa la mejor metáfora de la futura normalidad. Mientras les veía felices me preguntaba a qué mundo queremos regresar. Si a la vieja normalidad, aunque sea con plexiglás y mascarillas o, si como afirma Zizek, "la nueva normalidad tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas". Y me sale una frase para entender lo venidero: ¡Te voy a abrazar¡