unca creí en el romanticismo clasista del confinamiento, ni en el merengue intimista del psicologismo positivista que anunció que de aquí saldríamos mejores, que de esta aprenderíamos sí o sí. Tampoco en el aprovechamiento del dolor y la crisis como revulsivos para renovarnos y toda esa filosofía de saldo.

Llevamos año y pico esperando a que la vida vuelva despacio. Pero parece como si una glaciación nos hubiera pasado por encima. Recuerdo las primeras críticas políticas ante la gestión colonial y mercantil de la pandemia, la sanitarización de la sociedad y la evidencia de las desigualdades provocadas por el virus. Hoy los ejes de análisis se han desplazado. La vacuna se ha presentado como la única posibilidad de recuperar aquel tiempo perdido. Lo suscribo. Porque todo dios necesita que el futuro le envíe postales. Además, la vacuna ha reducido un 99,7% las muertes en las residencias. Pero sepamos que ese tiempo es el del capital. Para seguir exprimiendo los cuerpos. Como cuando vivíamos la vida con descaro. Y ese tiempo requiere un nuevo discurso hegemónico.

Si en un principio este virus inclemente visibilizó las desigualdades con las que convivíamos sin enterarnos, o nos puso en alerta ante el desorden que se nos venía encima; hoy pareciera que el pensamiento crítico estuviera en ERTE. Así que en medio de este sindios, uno piensa que ya solo aspiramos a colocar nuestro yo en la mejor posición moral frente a las obligaciones de la pandemia. Porque si en un momento hubo un "nosotros" político y colectivo frente al virus, hoy hemos privatizado todas las preocupaciones sucumbiendo a la moralización absoluta de nuestros gestos, hechos, declaraciones o posicionamientos frente a la pandemia y sus derivados.

La vida se ha vuelto un disparate, y el tiempo transcurre como una asfixia extraña, pero no es cuestión de correr hacia atrás. ¿O qué?