lamé al alcalde Maya para ver si él podía sacarme de aquel atolladero mental en que me encontraba desde que Putin invadió Ucrania. No se extrañen. Para él la vida no va de clases, sino de unos que ganan y otros que pierden. Y a él eso le da un no sé qué. Por eso él prefiere la adjudicación directa y después ya veremos. Así se evitan sufrimientos injustos propios de los procesos participados. Eso dice. Y sí, cómo no voy a estar de acuerdo en que Unzué tire el txupinazo. Pues claro. Pero a lo que voy que me voy. Que llamé a Maya para saber si él, con ese don de la ubicuidad y la equidistancia sideral que Dios le ha dado, podía iluminarme en este oscuro recorrido hacia la verdad y el más fino análisis geopolítico sobre aquella guerra que había sustituido a la pandemia convirtiendo la vida en un disparate. Maya me hizo la cobra. Cosa que era de esperar puesto que sus fronteras, dijo, no van más allá de Burlada por el Norte, Aranguren por el Este y Orkoien por el Oeste. Y no quería competir con Ayuso en titulares. Dejé al alcalde y me entretuve conmigo mismo para ver si daba con la clave que alumbrara mis dudas. A ver, Putin exigió a la OTAN y Occidente garantías por escrito para que no se desplegasen armas nucleares en la frontera rusa con Ucrania. Para garantizar su seguridad territorial. Hasta ahí bien. Lógico, es lo mismo que solicitó JF. Kennedy en 1962 frente al despliegue de tropas y misiles rusos en Cuba, a cien millas de los USA. La cuestión es si fracasada la diplomacia -la rompa quien la rompa- la guerra es entendible. Y más, si esa reacción que la ha provocado, debemos comprenderla y compartirla por aquello de la exigente escrupulosidad izquierdista mitigando así la responsabilidad del gobierno ruso.

Svetlana Alexiévich dice que la persona es más que la guerra. Y Osip Mandelshatm afirma: "los millones caídos en balde abrieron una senda en el vacío".