El submundo de los festejos taurinos es prolífico en escenas lamentables. Algunas producen risotadas, otras causan espanto. A veces, ves cosas estremecedoras que te hacen reflexionar sobre por qué la tortura y el derramamiento de sangre nos sigue regocijando. ¿Hay una guerra entre taurinos y antitaurinos? La hay. Y no va a parar. Si no subvencionaran los festejos taurinos con dinero público ya habrían desaparecido. Pero van a desaparecer, de todas formas. Solo es cuestión de tiempo. Y tampoco mucho. De hecho, ya ha empezado. Algunos países ya las han prohibido. Aunque, a lo mejor, ni siquiera es necesario prohibirlas. Las sociedades evolucionan. Todo está cambiando. En especial, los cerebros de la gente. Lo que antes gustaba ya no gusta. Lo que antes parecía interesante empieza a verse como truculento. Lo que parecía muy auténtico de pronto resulta inadmisible. Y desaparece el negocio. A menudo, desde posiciones dogmáticas ancladas en visiones tradicionalistas se tiende a desestimar la importancia de los nuevos movimientos sociales como agentes del cambio de mentalidad de una sociedad. Pero eso es miopía. El otro día Pablo Iglesias sugería la posibilidad de hacer un referéndum sobre el tema. Pero ya hace años que se sabe que si ese referéndum se hiciera ganarían los antitaurinos por mucha diferencia. Si atendemos solo a los jóvenes, más del 84% de la franja que abarca desde los 16 a los 24 años se avergüenza de vivir en un país en el que aún no se haya prohibido este supuesto espectáculo. En noviembre de 2013, con Rajoy en su primera legislatura, el PP se empeño en aprovechar su mayoría para aprobar una ley que declaraba la tauromaquia patrimonio cultural de España. Lo que en la práctica se traduce, claro, en ayudas, protección y promoción con dinero público. Hay que empezar a modificar eso cuanto antes, digo yo.