engo una amiga que después de una semana me preguntó: “¿Qué has echado de menos en estos siete días de confinamiento?” Le respondí que pasear. No se me ocurría nada más. Ella no es de aquí, es una escritora relativamente famosa y le expliqué que normalmente voy y vuelvo a diario de Villava a Pamplona por el paseo fluvial, y que lo que tal vez echaba de menos era eso. Me volvió a hacer la misma pregunta una semana después y le volví a contestar lo mismo. Y así en las demás semanas. Hacia la quinta semana, por cambiar un poco, le dije que echaba de menos pasar por el mercado y comprarme una bolsa de aceitunas al ajillo, cosa que también suelo hacer. Sobre todo cuando estoy un poco melancólico. La verdad es que no se me ocurría nada mejor que decir y eso mismo me hacía preguntarme por la clase de alimaña que soy. Todo el mundo debería tener claro la clase de alimaña que es, creo. Tú, por ejemplo, ¿ya lo tienes claro? Bueno, sigamos. El caso es que mi amiga, la escritora, es una mujer inquisitiva (en el buen sentido) y sistemática (quizá de un modo ligeramente extremado), y ha estado haciendo la misma pregunta a unas cuarenta personas durante todo este largo paréntesis onanista y superyóico que jamás olvidaremos. Y ha anotado todas las respuestas. Y luego nos las ha enviado. Mucha gente respondía que no echaba de menos nada. Algunos echaban de menos pasear, como yo. Y otros, la cerveza en la terracita del bar. Y poco más. La última semana, para acabar, nos preguntó si había cambiado algo en nuestras vidas, algo que creyéramos que fuera a perdurar. Y alguien respondió que lo que más ha cambiado y va a perdurar es el poder del mundo virtual. Yo no respondí eso, pero debería haberlo hecho. Porque, demonios: es cierto. El poder de lo virtual ha venido para quedarse. Y ahora mismo me estoy preguntando si no deberíamos empezar a estar aterrados.