ara bien y/o para mal, siempre estamos mirando hacia allá. Cantamos sus canciones y bailamos su música. No dejamos de curiosear, apetecer y consumir sus productos culturales, su arte, su literatura, sus mitos y su modo de vida en general. Lo han mercantilizado todo. Las grandes multinacionales que diseñan, moldean y controlan nuestros deseos, nuestras vidas y nuestros sueños están allí. De hecho, nuestros gustos, nuestros gastos y nuestros gestos tienen mucho que ver con lo que nos muestran, nos inoculan y nos venden en sus ficciones, sus películas y sus series. Personalmente, me rebelo un poco contra eso, pero solo a nivel teórico, porque, en la práctica, no puedo evitar admirar a muchos de sus grandes autores, ya sean científicos, escritores, cineastas o artistas en general. Es una contradicción que siempre me ha acompañado y que creo que comparto con mucha gente. Tan pronto pienso que nunca llegaremos a ser como ellos, como compruebo que cada día nos parecemos más. Y eso, en cierto modo, me aterra. Porque se trata de una sociedad enferma. Y el Trumpismo es solo un síntoma. Escribo esto el martes y por supuesto aún no puedo saber el resultado final de las presidenciales. Ignoro si ha ganado el payaso siniestro o el otro tipo. Y no es que me dé igual. De hecho, no sé prácticamente nada del otro tipo (salvo que es muy viejo y sonríe como un anuncio), pero el payaso siniestro resulta bastante repulsivo, es un personaje de cómic distópico, una especie de Joker rollizo endiosado con mentón prepotente. A mí me recuerda a un Mussolini coloreado con una corbata roja y una tortilla en la cabeza. En fin, ha sacado a los EEUU de los foros internacionales y ahora mismo es el fantoche del fascismo mundial. Porque el fascismo no muere. Siempre está ahí, con una cara o con otra. Si el payaso siniestro es derrotado hoy, como parece, otro vendrá. Eso seguro.