l domingo por la mañana fuimos a dar un paseo. Dejamos el coche en Legasa y subimos andando por la pista hacia la sima de Legarrea (que, por cierto, ha sido declarada Lugar de Memoria hace poco). Caía un sirimiri a la vez gentil e insidioso, si tal cosa es posible (que lo es). Cuando llegamos al lugar, vimos al buitre. Estaba parado en mitad del camino. Solo. A pocos metros. Nunca había estado tan cerca de un buitre. El animal nos miraba y ladeó la cabeza con un gesto que me resultó familiar. Me recordó a un pariente. Parecía pensar: ya están aquí estos. Así que dio un saltito, ahuecó las alas enormes y con movimiento desganado alzó el vuelo entre la niebla pegada a la ladera. Ya por la tarde, en el sofá, vi un documental sobre los inicios de la especie humana. Salió una escena en la que un grupo de ancestros competía con los buitres por la carroña de un gran bóvido. Metían las manos en el cadáver y masticaban las vísceras crudas igual que hienas. Y pensé: fuimos carroñeros antes que cazadores o ganaderos. Tuvimos que abandonar la dieta vegana para desarrollar el cerebro, susurró entonces la sedosa voz del narrador. Y añadió que fue la ingesta de grasa animal la que posibilitó el milagro y nos hizo lingüísticos y morales. Yo había pensado dedicar la columna de hoy a reflexionar sobre los exministros que figuran en los consejos de administración de las eléctricas y gasistas del IBEX (un tema socorrido para un columnista en enero), pero se me ha cruzado la poderosa escena de los carroñeros y ahora no puedo evitar imaginarme a los expolíticos como una banda de buitres perfumados con corbatas y pelucos de lujo. Aunque, qué más da. Hay una especie de aire de familia en todo el reino animal, ¿no es cierto? Por otro lado, ¿qué tiene de malo ser buitre? Al fin y al cabo, somos tan criaturas de Dios como cualquiera, ¿no?, podría alegar el más cínico de todos ellos, con una sonrisa en el pico.