ay una foto de Alberto Rodriguez, el de las rastas, pasando por delante de Mariano Rajoy en el Congreso. Ya tiene unos años, pero qué foto. Rajoy se queda fijo mirando esa abrupta pelambre. Normal, claro. Su cara dice: esto, ¿qué mierda es? Resulta hasta gracioso. Pero sí: te pueden odiar por tu pelo. Y no poco. El pelo no es cualquier cosa, el pelo es importante. El pelo habla. Dice mucho de ti. Más de lo que crees. La gente echa un vistazo a tu pelo y lo adivina todo, así que ojo. Ya lo decía McLuhan: El pelo es el mensaje. Si tú te pones unas rastas retorcidas para entrar en el Congreso sabes que no les va a gustar. ¿No les va a gustar?, pregunta uno. No, no les va a gustar. ¿A quienes?, pregunta otro. Pues a ellos. ¿A ellos? Sí, a ellos: no les va a gustar nada. ¿Y quienes son ellos, si puede saberse?, habrá todavía alguno que pregunte con la ceja tal vez laxa, tal vez alzada. Pero no hay más respuestas: porque ellos son ellos. Los que sean, pero ellos. Y te van a quitar de ahí. Punto. Y luego ya está lo otro, vale: el eterno asunto de las sutilezas jurídicas y judiciales. Y el enredarse ahí. Y hala, a darle vueltas y más vueltas: explicaciones, interpretaciones, visos y matices. Todo ese rollo. Que puede ser divertido, no digo que no. Ponerse ahí a juguetear morbosamente con los palabros y las palabras: menudas orgías lingüísticas. Al final, el asunto puede acabar en el Tribunal de Estrasburgo, de acuerdo. No sería la primera vez. Pero ya sabes lo que eso significa, ¿no? Tiempo: eso es lo que significa. Tiempo y más tiempo. Y esa es la cuestión, creo, quiero creer. Ese tiempo. ¿Qué me decís de él? El tiempo que va desde que te la montan hasta que Estrasburgo te declara inocente. ¿Eso qué es? ¿Eso cómo se traga? ¿Cómo se recupera, cómo se restituye y se rehabilita uno de ese tiempo? A mí me sigue volviendo loco ese tema.