veces ando como un forastero. Columbrando los áticos. Como si desconociera el sitio en el que vivo. Una farsa que interpreto únicamente para distraerme. Aunque puede que lo desconozca. El sitio en el que vivo, digo. No lo descartaría. O puede que prefiriera desconocerlo. Para conocerlo de nuevo. No con mis ojos, sino con los de otro. Ese otro, que sería yo, en cierto modo. Pero ya me estoy liando. En fin, lo que quería decir es que he visto a un tipo con un sombrero amarillo en la plaza del castillo. Disculpen la rima insidiosa. Un borsalino de fieltro de un amarillo increíble y precioso. Y he pensado: esto sí que es nuevo aquí. Un sombrero amarillo en la ciudad gris. Bienvenido, amigo. Siempre he sabido que llevar sombrero es un arte difícil. Siempre me ha intrigado la mezcla especial de artificio y frescura que me imagino que hace falta tener para llevarlo con naturalidad. Por eso admiro a quienes se atreven. Me pregunto: ¿me atrevería yo a ponerme un sombrero así? Y me gustaría poder decir que sí. Me gustaría saberlo con seguridad. Pero no lo sé. Y es algo que me atormenta. Placenteramente, en realidad. Ya que, en el fondo, me encanta dudar, lo reconozco. De todas formas, no me gustaría pecar de optimista, pero sospecho que no me atrevería. Todos sospechamos de nuestra cobardía. Todos somos suspicaces y temerosos por defecto. Gracias a eso hemos llegado hasta aquí, claro. Así que puede que haya cobardías rentables, después de todo. Porqué, ¿qué sería de mí, si me pusiera un sombrero como ese? Me haría gracioso de un modo grotesco. La gente diría: allá va el poeta del borsalino ácido. Puede que hasta intentaran contratarme para animar los próximos sanfermines. Como último recurso, quiero decir. Y no. No soy capaz de tanto. Así que me encasqueto mi gorro gris de lana y me lanzo a la calle. Como uno más. Sin más. A salvo de las miradas ociosas y las voces susurrantes.