eréis, empecé el mes con un desprendimiento de retina. Fue genial. Me operaron de urgencia, claro. El postoperatorio ha sido una gozada. He tenido la inmensa fortuna de estar dos semanas mirando al suelo. Día y noche. Como un gusano pecador. La postura humillante es crucial. Si abría el ojo, veía un agujero negro. Incluso con los ojos cerrados, veía el maldito agujero. Parecía el camino del infierno. La experiencia en sí proporciona una tesitura mental interesante, desde luego. Pero no solo eso, también me ha brindado la oportunidad de pensar largo y tendido en los temas que siempre me han fascinado: el dolor, la soledad, el miedo, la muerte y el futuro de los sanfermines. Me lo he pasado cañón. También he pensado un poco en las catástrofes, naturalmente. Pandemias, inundaciones, guerras. Hay dos tipos de catástrofes. La externas o catástrofes colectivas y las internas o catástrofes personales. Y he descubierto que cuando estás en medio de una catástrofe personal, las colectivas te importan menos. Somos así, alimañas pusilánimes. Ah, y encima he tenido la suerte de librarme de las vacaciones de semana santa. Eso ha sido lo mejor. Las vacaciones de los pobres son muy tristes, me temo. Además, las entrevistadoras callejeras de los informativos, se ceban con la gente: ¿Qué tal aquí, señora, en la playita? Y la señora madura, en bañador, superfeliz: Pues sí, de maravilla, llegamos ayer, todo el día en el atasco y ya como que nos volvemos el domingo. Y luego aún añade: Pero ya nos lo merecíamos. Yo me echo a llorar con estas estampas televisivas de hiperrealismo perverso en tonos chillones. Todavía estoy muy vulnerable. Como la que se pasa horas y horas viendo la procesión y susurra a la cámara con cara compungida: Esto es lo mejor del mundo, lo mejor. En fin, pues eso, que ya pasó. Hala. Ahora a trabajar. Como dice mi jefe, no hay nada como los días laborables.