Andaba yo por una de esas calles hechas manifiestos, con sus muros cabreados por grafitos, lemas y pancartas, cuando me sorprendió un cartel ácrata imperativo, si cabe el oxímoron: “¿Trabajas sin contrato? ¡Autodefensa!”. En el barrio abundan los negocios, cuyas paredes son a su vez muestrario de mil revoluciones, con trabajadores sin papeles, a deshoras, con ojeras, según vengan las nubes, los pedidos, las noches, las rebajas o los juernes, de modo que por lógica sus dueños se deberían sentir, si no señalados, al menos interpelados. Y sin embargo la explotación les sigue sonando a multinacional textil o cadena de montaje, como si la eterna precariedad, esa esclavitud moderna, fuera castigo exclusivo de latifundistas.

En el mundo alternativo, y me da pereza definirlo, hay mucho Faemino disfrazado de Cansado, y para entender esto conviene recordar su genial escena de la cola del cine. Es decir, gente con un punto inquisidor que, lejos de conformarse con saltarse las normas, se ha impuesto el deber de amonestar al prójimo que hace lo mismo e incluso al que no lo hace; vecindario reñidor cuyo estricto sentido de la ética y la ley se diluye al mirarse al bolsillo o al espejo. Parecen columnistas.

Hay camareras con jornadas infinitas tras la barra, cocineros que jamás ven el sol, limpiadoras que si enferman no cobran, vendedores autónomos sin ninguna autonomía, asistentes con sueño y callos extras cuyos jefes aún creen que la justicia social consiste en no llevar corbata. Da rabia ver a esos negreros defendiendo a todas las víctimas del globo, mientras que las suyas no tienen tiempo ni de autodefenderse.