levo media vida -casi literal- en esto del columnismo, aquí y en otros pagos, en este y en otro idioma. Cuando empecé andaba mucho de bares, y no por labrarme un malditismo, vaya bobada, sino por mera lógica existencial. Atravesaba la veintena, y el orden terráqueo se limitaba a veces a la corta semana vasca, de astelehena a asteazkena. Después, jaleo, sudor, meneo, en un atajo luminoso, nublado o cenizo, según fuera la vaina. Litros de alcohol, Cualkier día o Siempre igual.

A la sazón escribía con causa más de lo que veía que de lo que leía, y el mundo amanecía hermoso e infinito. Alternaba una reflexión sobre la mancha de kalimotxo en las comisuras de los labios y una homilía contra los ya cejijuntos talibanes. Hoy, claro, aún podría pontificar sobre esos cafres, y hasta colar a lo Camba algún rocoso artículo de entonces. Lo que no podría, seguro, es perorar sobre la juventud actual y glosar sus hábitos sin caer en la caricatura, el paternalismo, el ridículo y la injusticia. Ya no salgo de rumba, ni falta que hace. Necesito gafas para descifrar un menú.

Por eso, ¿qué diré yo de sus tatuajes, bajeras, tristezas, de lo que sienten, padecen y piensan esos chavales cuando ni siquiera sé si lo que les cubre la cabeza se llama gorra o visera? Para mí estar muy mamao es la antesala del vómito y la resaca. Para ellos, la salida del gimnasio y el espejo. Hablamos distinto. De modo que me deja atónito la ágora, donde apenas hay analistas que no conocieran a Naranjito, empeñada en revelar los secretos y denunciar las cuitas de la chavalería, así, en general. Viejos siempre viejos, ellos tienen el poder. No sé si me explico.