as banderas me ponen. Noté el primer síntoma cuando besé la bandera en la jura de idem, al término del campamento militar. De caqui, con el CETME, gorra en mano, el alférez de la compañía atento a la pulcritud del momento. Estaba nervioso para salir bien en la foto. La pesadilla de una nueva recluta militar me persiguió durante años. Era un alivio despertar y ser consciente de que la edad me dejaba fuera de filas. Las banderas me ponen más cuanto más cercanas. Contemplo un prado verde y veo la bandera de Pamplona. Donde brota sangre fresca, veo la de Navarra. Si un semáforo hace guiños entre el rojo y el ámbar, la de España. Un cielo azul intenso y estrellado me hace sentir europeo. No lo puedo evitar: ebullición patriótica. La de mi pueblo me toca la fibra. Es natural. Pero también otras me emocionan. Aunque solo representen una división administrativa -con lo gélida que es la administración-, me conmuevo. En mis paseos siempre paso al lado de edificios que cumplen preceptivamente con su exhibición. Me sale hacer una genuflexión en cada caso, pero ya no tengo las rodillas para tanto trajín. Aunque quizá tuviera que ser obligatorio hacerla, como es correcto al menos dibujarla al paso delante de un sagrario en los templos católicos. De hecho, me voy a cambiar de domicilio. A un ático. O a un piso alto con vistas a la Plaza de los Fueros. Tengo margen todavía. Supuestas razones logísticas demoran la instalación de una gran bandera de Navarra en ese lugar. La intención del alcalde Maya es que tenga "una presencia importante como fondo de perspectiva de varias calles de Pamplona". Otra vez el sectarismo. ¿Por qué no ha de poder verse desde todas las calles? ¿A qué viene ese privilegio parcial? ¿No se puede multiplicar el número de banderas? ¿O exhibirla mediante un dron que sobrevuele la ciudad? ¿Está prevista una guardia de forales de gala, con vistosos relevos? Quizá una coreografía inspirada en el folclore navarro. Qué menos.