Escribo esta columna en otro continente y en el otro hemisferio, pero encuentro en esta Córdoba argentina que ha acogido estos días el Congreso Internacional de la Lengua Española llena de la misma fuerza que tenemos en casa, la de la mitad de la población que, finalmente, reclama y ocupa su espacio, el espacio común que se les había hurtado. Me refiero a esa imparable presencia de la voz de las mujeres en los ámbitos públicos, en las decisiones. Reconozcamos por fin que así serán las cosas en las sociedades democráticas e igualitarias. Que el oprobio de siglos puede borrarse, aunque cueste eliminar la mancha, dejar limpia una sociedad, personas libres e iguales en derechos y responsabilidades. Aunque ladren.

En este octava reunión, propiciada por el Instituto Cervantes y las academias de la lengua española, las ponentes han sumado el 40% de las voces, ante un público que abarrotó las sedes y las actividades paralelas (me dicen que unas 10.000 personas) y que era mayoritariamente femenino, el 85%. Cada mujer que ha hablado ha reclamado, en claves y formas diversas, esa voz y esa palabra de las mujeres. Más allá de que el mundo académico siga pensando que el idioma no tiene por qué reconstruirse con políticas activas, la inclusión tiene que pasar también por la palabra, la mente y el corazón de los pueblos. Inclusión, diversidad: hay alegría y futuro en esas palabras que tanto ofenden a la caverna.

Y eso en un país donde se mantiene esa ofensa a la libertad, especialmente a la libertad de ellas, y en las calles los antiabortistas siguen agitando su ideología contra las ciudadanas, sumido en una crisis brutal, pero donde las mujeres son, siguen siendo, la voz que reclama soluciones y propone alternativas. Y me encanta caminar a su lado, al lado de quienes nunca debimos permitir que no pudieran hacerlo en igualdad.