i vida pertenece a la Era de los Plásticos. Ya en las fotos de bebé aparezco bañándome en una palangana que sería posiblemente de polipropileno. A comienzos de los 60 comenzaban a aparecer los primeros objetos de polímeros plásticos, una verdadera revolución en el consumo doméstico, aunque todavía esos plásticos estaban pensados para durar. Por esa palangana pasamos cuatro hermanos y de todo en la cocina durante más de 10 años. Eran tiempos de envases retornables, de ir a la tienda con los cascos de las botellas, de llevar la bolsa para el pan, de pocos envoltorios más allá de papel encerado para la carne o el pescado. Pero un día ya no había que guardar cascos: se podían tirar directamente a la basura. Todo comenzó a venderse envuelto en plásticos, gasoflanado de mil maneras. Lo desechable nos permitía disponer de lo mismo, generando mucha basura, aunque hasta muchos decenios después nadie pensó en que deberíamos reducirla o reciclarla de alguna manera.

Si lo pensamos, lo de esta época desechable tiene mucha metáfora porque, al fin y al cabo, guardar los envases para reutilizarlos no era mala opción hace medio siglo, pero no convenía a ese proceso altamente extractivo que nos llenó de cosas desechables la vida y movió una economía boyante (más para los de siempre, entiéndaseme). Mientras tanto, se cargaba a lo público el coste añadido de gestionar los residuos. Así seguimos, intentando con dificultad minimizar las consecuencias ambientales desoladoras. Tengo para mi que no se puede conseguir sin cambios radicales. ¿A que todo el mundo sabe que las toallitas húmedas desechables no son tan desechables como para no colapsar tuberías y desagues? Vale, y ahí siguen en el mercado. Esa desidia de una sociedad tan desechable que no nos atrevemos a desprendernos ni de las malas costumbres del consumismo.