Qué horror de palabro. Puede que en el actual Código Penal tenga su sentido. Quizás hasta es verdad que sea aplicable a los hechos protagonizados por los políticos catalanes condenados por el Supremo. Pero sedición es la forma con que tradicionalmente los regímenes totalitarios o autoritarios han definido a la acción opositora. No ha habido un solo movimiento que, ya fuera por vías violentas como de forma pacífica, intentara cambiar las cosas que no haya sido calificado de “sedicioso”. Sediciosos fueron los principales líderes obreros del XIX, Mahatma Gandhi y las primeras sufragistas. Martin Luther King fue otro sedicioso, sediciosas eran las Madres de Mayo argentinas y sediciosa, en España, toda la oposición democrática al franquismo. Que un auto judicial califique los actos de un condenado de sedición, lejos de ser un baldón, los dignifica y eleva al panteón de la más ilustre disidencia. Lo que hace dos años ocurrió en Catalunya tiene su parte dramática y hasta épica, pero también un mucho de farsa y de chapuza. La sentencia borra todo lo último y hace que sólo emerja lo primero. Los halcones hispanos están que trinan, pero para ellos nada hubiera sido suficientemente por debajo de los 8 lustros de condena en un presidio africano. Entre 9 y 13 años de cárcel por un simulacro de República poco tiene de benigno y nos retrotrae a la justicia colonial de hace un siglo. Pero la de ayer es una de las sentencias más políticamente medidas desde la muerte del Innombrable. Al menos, la mayoría de los condenados podrán acogerse pronto a beneficios penitenciarios. Un guiño a la medida de Sánchez, que podía ayer permitirse el lujo de hacerse el duro negando la posibilidad de indultos. Todos estos que se envuelven en la rojigualda deberían acordarse del paracaidista del sábado. La vida política no sólo está sembrada de minas sino también de farolas.