A finales de junio me despedía de ustedes dando cuenta de mis intenciones estivales. Les comentaba que pretendía desarrollar alguna habilidad que dejara como resultado un objeto útil y un procedimiento seguro para elaborar otros similares, ponía como ejemplos tejer una chaqueta y sellar decentemente una bañera con silicona. El segundo, el más simple, está cumplido siempre que se expanda con generosidad el adjetivo decente para dar cabida una bañera estándar. También hice una chaqueta. Un objeto útil que gusta a su propietaria y que me agrada pensar que sugiere que le abrazo, algo que hago cuando ella está cerca. No queda ahí la cosa, tejerla me ha puesto en situación de comprender a quienes tejieron mis chaquetas y cosieron mi ropa cuando la mayor parte se hacía en casa, de sentir la satisfacción de decir: la he hecho yo. Es un objeto duradero que sé lo que cuesta. También por eso quise hacerla, porque quiero que dure infinitamente más que las varias chaquetas de cadena de moda que podría comprar por el mismo precio. Así mismo, puedo calcular las horas que he dedicado a hacer y deshacer, que todo es quehacer, frase que repite la paciente profesora que me dirige la labor y que escuché de cría hasta la saciedad. Eso la convierte en más valiosa. Ahora estoy haciendo otra porque la pretensión de aprender con una sola chaqueta era eso, una pretensión, porque soy bastante torpe para estos menesteres, me cuesta seguir las instrucciones que indican movimientos, direcciones, procedimientos, algo que tiene que ver con lo espacial, como distinguir izquierda y derecha. Todavía tengo que pensar con qué mano cojo la cuchara para saberlo. Pero es un aprendizaje elegido donde esta desventaja no tiene gran peso. Eso sí, cuando me ponga la segunda chaqueta, voy a ir más tiesa que un ajo.