La Comisión de Seguimiento del III Acuerdo Interinstitucional para la coordinación ante la violencia contra las mujeres se reunió y advierte de que atravesamos un momento de reversión en materia de igualdad. La crisis pasó su factura en forma de recortes en los recursos a pesar del esfuerzo de las y los profesionales. Se habla de sensibilización y colaboración y son básicas, por supuesto. Conseguir que esta violencia salga del archivo mental donde se ubica y sea un criterio para evaluar de forma sistemática actitudes y comportamientos es el reto de cualquier política seria encaminada a combatirla. En ese contexto importan las palabras que se dicen y las que no. La violencia contra las mujeres la ejercen hombres, una autoría que queda disimulada en la formulación. Excluir a los hombres significa entre otras cosas dedicar menos empeño e imaginación a deconstruir sus privilegios y las posiciones machistas, tolerantes o indiferentes, menos atención a identificarlas, menos tiempo a educar a los niños que el empleado en avisar a las niñas de los peligros que corren, en calibrar qué falta y qué sobra a unas y otros.

Para hablar de esta violencia a menudo se utiliza la palabra lacra. Se define como un defecto o vicio de personas o sociedades. Utilizarla deja fuera del concepto su carácter sistemático, es personal porque es social, y la representa más bien como una mancha oscura, heredada y con difícil abordaje, como una maldición. Pero esta violencia es estructural, es pura genética social, de ahí sus múltiples formas, su transversalidad, su capacidad impregnante y su gradación, es un continuo, por lo que nadie con dos dedos de frente puede sostener que esta violencia infiltrada no le afecte y además, sabemos qué la produce. Las palabras son importantes. Modulan la percepción de la realidad, que es la que es.