ue somos cuerpo está claro. Que el cuerpo tiene más funciones que las de puro mantenimiento también. Que se desarrollan inadvertidos y complejos procesos que se conectan y no se sabe muy bien cómo parece más que evidente. Esta vez fue comiendo una manzana, porque algo había que hacer en ese rato algo tonto y fui a la cocina y estaba allí, brillante y roja, y estando en esas, en la pura receptividad de las papilas, se instaló una idea oscura y terca. Un pensamiento perturbador nacido en un lugar del cuerpo que alguien llamó alma y alguien psique y alguien mente y alguien cerebro y alguien espíritu y que más que un órgano concreto, cárnico o etéreo, es una zona cambiante, como una borrasca que se mueve y concentra sus isobaras formando un trazo negro.

Yo soy bastante cuerpo y cuando estas ideas sombrías me atosigan, va y me contracturo y me asaltan los blefaroespamos, esos parpadeos incontrolables y repetitivos que me sublevan el ojo izquierdo. He comprobado que no son muy perceptibles desde fuera, pero esta relativa invisibilidad no aporta nada. Así he pasado la semana. Vibrante y encogida.

Pero fui al campo y en un paseo de apenas cuatro kilómetros vi arces verdes aún, fresnos, chopos que empezaban a amarillear, espinos cuajados de manzanicas de pastor, acacias, moras maduras, bojes rojizos, ruscos, acebos, pinos, encinas, castaños, plátanos, el cauce ahora seco de un barranco con enormes piedras redondeadas por milenios de agua, una poza que para sí quisieran muchos resorts de lujo. La temperatura era ideal, el aire estaba en calma y podría haber pasado horas mirando. Los hombros se habían relajado y el ojo había alcanzado la deseada quietud. El entorno había desplazado la borrasca. ¿El espíritu del bosque? Estoy a un paso de hacerme animista.