n este tiempo, incluso antes, -mi dormitorio da a una especie de norte pelado- me voy a dormir con forro polar y calcetines. Hace años fue un forro de Osasuna que andaba por ahí, de su dueño tal vez olvidado, silencioso pero limpio tras una efímera afición adolescente. Me cuesta entrar en calor. Problemas de termorregulación que originan tembleques involuntarios, largos y molestos. Por regla general, al rato puedo prescindir de las prendas de abrigo y quedarme en pijama, pero han sido muchas las noches que he pasado rebozada y con pinta de deportista.

Por la misma razón, siempre he envidiado a ese prototipo humano, generalmente masculino, que se pasea en días como estos a cuerpo gentil, con tres botones de la camisa sueltos y chaquetilla de punto opcional y es capaz de pararse a hablar media hora en una esquina barrida por los meteoros y disfrutar de la conversación, incluso preguntar reiteradamente y traer a colación anécdotas y recuerdos con el consiguiente alargamiento del encuentro. Seres fuertes. Yo nací delicadita.

Pero las circunstancias mandan. Cuando se prohibió fumar en los bares pasó, y ahora se repite con las restricciones, se desarrolla una resiliente resistencia al frío. Confío en que no sea excesiva y facilite la rotación de clientes en las terrazas, que la hostelería lo agradecerá. La especie ha sobrevivido por pura capacidad de adaptación y ayer me contaban el caso de una chica que salió de casa para comer con las amigas vestida con dos pares de calcetines, dos camisetas térmicas, una camisa, una chaqueta, abrigo, chal de lana y gorro. Confío en que todo esto pasará, volveremos a entrar en los bares, y si no, leo que en 50 años nuestro clima, si no hacemos nada, se parecerá bastante al de Andalucía. Pero eso tampoco sería bueno.