n las aceras el tiempo deja huella y altera el paisaje urbano. Está pasando en este ciclo de riada rápida. Ya cuesta reconstruir la sucesión de locales, nombres y caras. El otro día pasé por una donde conviven negocios en marcha con la pintura resplandeciente, vinilos nuevos o portones de chapa acanalada de toda la vida con otros que se apagaron hace tiempo. Con un poco menos de luz no me habría fijado, pero iban a dar las cinco y a través del cristal ahumado por polvo de años se veía el interior de la bajera. Hay una novela detrás de ese cristal. El mostrador y la mesa de oficina permanecen bajo una montaña de papeles, cajas y cachivaches. Destaca una nevera alta. ¿La usó un personal abundante o se acomodó allí provisionalmente y acabó por quedarse? ¿Hay un episodio fallido o exitoso detrás? Puede que haya miles de objetos. Entre ellos, un bastidor de bordar de diámetro ancho y un camino de mesa. ¿Los recuerdan con sus terciopelos ocres, granates o verdes, intensos y medievalizantes, con galones o flecos dorados? En el otro extremo, boca abajo, la figura de un chino con túnica y largos bigotes de la misma época. No parecía de alabastro, como tantos vistos en recibidores junto a elefantes o morteros del mismo material, que vivió una edad de oro. Un ajuar que sugiere una mujer que ahora rondará los ochenta. En un territorio intermedio quedan el collar de conchas, los pies de lámpara, las herramientas, la caja de tornillos y tuercas, las maquetas de aviones hechas con material reciclado, el enorme reloj. Las alas de mariposa o hada de color rosa fueron de una niña dos o tres generaciones menor. ¿Una nieta? Muchas historias relacionadas en esos metros cuadrados. Como en cada negocio. Muchas vidas.