Mi abuelo fumó hasta sus últimos días y mi padre dejó el tabaco con más de 70 años. Cuando yo empecé a robarle pitillos, me suplicó que no fumara, no le hice caso y sólo hace 18 meses conseguí apartarme del Ducados. Ahora, yo ruego a mis hijos que no cojan un cigarro ni en broma porque, junto a todos los aspectos nocivos que conlleva (enfermedades, merma de las capacidades físicas, rechazo social y dependencia de la nicotina, por no hablar del precio de la cajetilla), me aterroriza que tengan que vivir el esfuerzo de quitarse de un hábito tan nocivo.

Renunciar al tabaco, como miles de personas saben a la perfección, es muy difícil. Dicen los expertos que el 70% de los fumadores quisiera dejarlo, pero muchos de ellos ni lo intentan porque no están suficientemente motivados. Por ello, es aún más triste saber que la venta de cigarrillos volvió a remontar el pasado año en nuestra comunidad, tras encadenar caídas desde la aprobación de la Ley Antitabaco de 2011, y que los altos consumos se están dando en chavales de 14 a 18 años, más aún entre las chicas. No debiéramos caer en el derrotismo, pero parece que toda generación necesita tropezar unas y mil veces hasta aprender en carne propia lo que sus mayores ya sufrieron y les costó media vida superar.