n tribunal británico abre la puerta de par en par para extraditar a Julián Assange a Estados Unidos, para ser juzgado allí, donde ya ha sido condenado de antemano, tanto que la administración Trump valoró su secuestro y asesinato. ¿Garantías pues? Ninguna. De nada, ni de tener un juicio justo, ni de no ser maltratado al dictado de los nuevos manuales de interrogatorios extremos, vulgo torturas. La batalla legal todavía no está perdida pues quedan algunas instancias legales y políticas a las que recurrir, pero me temo que la suerte de Julián Assange está ya sentenciada.

Es ya un lugar común, un horroroso lugar común, admitido con fatalismo, que los gobiernos, sustraídos a cualquier acción práctica de control (muchas teóricas), pueden hacer con sus ciudadanos lo que les venga en gana si estos transgreden con sus derechos de información y comunicación ciertos límites convenientemente difusos. Los crímenes de Estado son secretos y se practican de continuo. Es preferible no pensar en ello, ni mucho ni poco, ni comentarlo siquiera, porque se diga lo que se diga se seguirán cometiendo, en beneficio de la seguridad de los ciudadanos, al decir de las propagandas gubernamentales.

El delito de Julián Assange fue aportar a la opinión pública mundial las pruebas flagrantes de que la Administración norteamericana cometía de manera sistemática crímenes contra los derechos humanos allí donde se imponía por la fuerza, es decir, donde le plazca. Assange hizo llegar información a muchos medios de comunicación solventes y las informaciones se publicaron con y sin comentarios, pero con un eco más bien escaso. Se dio por sabido y de inmediato por olvidado, entre otras cosas porque el público admite sin rechistar que no se puede hacer nada para impedir esos abusos y esos crímenes, ni de lejos ni de cerca, ni por los norteamericanos ni por los poceros de las letrinas de otros países, europeos o de ese país en el que reinó un Borbón que anda en fuga, pero que pretende regresar sin explicar nada, y cobrando. Un tribunal británico ahora mismo anda peloteando sobre su inmunidad y el papel del CNI español en el acoso a la aventurera, perdón, diplomática de ocasión Corinna Larsen.

Y por lo que se refiere a los testigos -y en un tono menor, si lo comparamos con lo sucedido con Assange-, en el Madrid del juez (en excedencia) Marlaska y de sus policías de extrema derecha manifiesta, acaban de multar a un joven periodista que trabaja en la Cadena SER por presenciar, a prudente distancia, una intervención policial de supuestos tintes racistas, en apariencia, consistente en la detención a un joven negro que, supuestamente o en apariencia también, no hacía otra cosa que comer de una tartera, a la puerta de una botica. El delito cometido por el hombre negro debió ser mayúsculo y merece ser publicado a toda página de inmediato para general conocimiento e instrucción.

El relato del policía difiere, es más que obvio y a estas alturas preceptivo, del que aporta el periodista, multado en unión de una mujer que pasaba por allí y que se quedó con el joven a comentar, entre ellos, lo que habían visto. Grave delito, ante el que el agente de la autoridad, que no quiso identificarse, salió del coche patrulla e identificó a los dos transeúntes, proponiéndoles una sanción por «increpar» a la policía y «obstaculizar su trabajo», añadiendo que la pareja estaba comentando entre ellos que era «un abusón», algo que había oído a distancia y desde el interior del vehículo.

El incidente así relatado suena a supuesto abuso de autoridad, pero dudo que esa multa quede en nada y que vaya más allá de «una simple conversación entre transeúntes que se salda, sorprendentemente para ambos, con sendas multas». Nuevo aviso de caminantes: no mires, no hables, veas lo que veas, aléjate, vete, pues de lo contrario tendrás problemas, ni se te ocurra pedir explicaciones, aunque seas tú el objeto inesperado de algún «trabajo», ni gravar lo que veas, déjales hacer lo que les venga en gana, a su supremo criterio de autoridad. Este es el clima.