Ya me está empezando a escamar el que en muchas ocasiones, demasiadas, determinada gente -casi siempre jóvenes, aunque cada vez menos - le haga caso más caso a su teléfono que a lo que lo que uno está diciendo. ¿Falta de respeto, mala educación o excusa trivial cuando no les interesan mis palabras? Ando un poco desconcertado. Los estadounidenses, muy duchos en estos términos, ya le han puesto nombre a este fenómeno: phubbing, un derivado de los términos ingleses phone (teléfono) y snubbing (ignorar, despreciar). La escena no es infrecuente en restaurantes, reuniones familiares o profesionales, e incluso en la intimidad del hogar. La tecnología tiene estas cosas. Aporta grandes avances y ventajas en todos los ámbitos y democratiza la comunicación social. Pero también cercena - y no es un contrasentido- la comunicación interpersonal. Ha llegado a apoderarse, casi literalmente, de nuestras vidas. Los expertos aseguran que siete de cada diez usuarios de smartphones o aparatos similares con edades entre 18 y 45 años sufren algún tipo de dependencia del móvil. Incluso ya se han diseñado programas y aplicaciones para combatirlas. La adición ha llegado a tales extremos que genera comportamientos como la nomofobia, abreviatura de la expresión inglesa no-mobile-phone phobia, entendida como el pánico a no llevar el teléfono encima. Incluso ya se ha detectado otra denominación de reciente acuñación, conocida como together alone, que define la situación de estar con tu pareja, en un lugar público o privado, pero donde cada uno de los miembros se encuentra totalmente aislado, abducido por su teléfono. El móvil, icono de estatus social, es ya germen de comportamientos patológicos insensatos, uraños y asociales. Cada vez veo a mi alrededor menos libros y escucho más frases del estilo de "Has quedado conmigo o con tu teléfono". Y siempre recordaré con una mezcla de nostalgia e incredulidad cuando una veinteañera soltó en la redacción un lapidario "¿Cómo podías vivir cuándo no había Internet?".