hay un mecanismo mental fascinante en la gente profundamente religiosa: “Creo en una idea y, por el hecho de creer en ella, sin necesidad de prueba alguna, esa idea se convierte en real”. No intenten hacerlo desde el ático de sus casas con la idea de que pueden volar, ni delante de un camión embalado con la idea de que pueden pararlo con la mente.

En todo caso, y por aquello de la libertad personal, mientras esa gente vive su religiosidad en plan interior, sin incordiar a nadie, no pasa nada. El problema llega cuando a ese mecanismo mental se le da una vuelta de tuerca: “Como he decidido que ese dios en el que creo es real, conviene que todo el mundo cumpla sus enseñanzas”. Y así se forjan morales que intentan (y a menudo consiguen) imponer cualquier cosa, incluidas aberraciones tan evidentes como prohibir el divorcio, permitir la ablación del clítoris, casar con adultos a niñas de diez años, etcétera.

Pero, además, como incluso con un sofisma hay que ser coherentes hasta el final, se da el paso definitivo: “Como mi dios existe y hay que cumplir sus enseñanzas, quien las vulnere gravemente merece la muerte”. Y así se establece el mandato divino de ajusticiar a supuestas brujas, a homosexuales y a herejes o seguidores de otros dioses. Los cristianos católicos y protestantes lo hicieron hasta anteayer (la última ejecución de la Inquisición fue en 1826); y ya vemos que hay fanatismos que lo siguen haciendo en el siglo XXI y lo que te rondaré, morena. A veces de uno en uno y a veces en plan guerra santa: Europa se lo pasó chachi pistachi varios siglos con sus cruzadas, sus batallas en Flandes y sus entradas a saco en ciudades herejes, al famoso e infame grito de “¡Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos!”.

Y da igual que en casi todas esas religiones figure con claridad el No matarás o el amor al prójimo, porque en textos sagrados tan largos como los que tienen es posible hallar la justificación para casi todo. Y, quizás lo más terrible, para perpetrarlo en nombre de Dios.