En Reyes II, 2 (23-25), hay un pasaje brutal: el profeta Elíseo subía por un camino y “unos cuantos chicuelos se burlaron de él diciendo: “¡Sube, calvo! ¡Sube, calvo!”. Él se dio la vuelta, se les quedó mirando y los maldijo en el nombre de Yavhé. Dos osos salieron entonces del bosque y despedazaron a 42 de aquellos chicuelos”.

Ese pasaje se salvó de las mil y una falsificaciones sufridas por la Biblia, seguramente porque gustaba mucho a los gerifaltes de la Iglesia -quien se meta conmigo, va a flipar-. Pero cuando han llegado los siglos de la luz había que disculpar de alguna manera semejante salvajada, y a los teólogos solo se les ocurrió decir que en aquel entonces calvo era un insulto gravísimo. Es de suponer que ningún peluquero del Vaticano ha osado jamás ni insinuar que a Su Santidad se le ve el cartón.

Sabido es que las religiones abrahámicas no tienen sentido del humor, y menos aún para reírse de sí mismas, con lo sano que es eso. Y de esos polvos vienen estos lodos.

El otro día, el Papa dijo que quien suelte “una mala palabra” de su madre “es normal” que se lleve un puñetazo. Y El Jueves, obviamente afectado con lo sucedido a sus colegas del Charlie Hebdo, le replicaba: “Muy bien. Pero, cuando un cura abusa de un niño, ¿qué respuesta sería “normal” en los padres del niño? ¿Cortarle los huevos al pederasta? ¿Meterle un cartucho de dinamita por el culo?”.

La respuesta no es fácil, y menos aún para una religión que no se rebela contra un pasaje de su libro sagrado en el que se mata a 42 chicuelos por reírse de la calvicie de alguien. Podemos entender un pronto, pero al considerar la violencia como aceptable frente a la ofensa, el Papa se ha metido en un charco que, con la que está cayendo en el fanatismo islámico, es además muy profundo.

Los guionistas de Relatos Salvajes perdieron la gran ocasión de rematar la peli con Francisco I corriendo por Castel Galdonfo para ahostiar a un monaguillo que ha osado mofarse del juego de toque de su equipo favorito, el San Lorenzo de Almagro.