con cada liberación de secuestrados irrumpen esos vociferantes de pelo en pecho que claman contra el pago de rescates porque ningún vínculo les une a los raptados, ya que en caso contrario tan impostada indignación se tornaría en sentido agradecimiento. Tal falta de empatía se muestra particularmente inhumana cuando los afectados son periodistas, con el argumento de que se encuentran en zonas de conflicto porque les da la gana y por tanto allá se las compongan o, aún peor, porque como ganan dinero con sus crónicas y reportajes en cualquier formato al Estado no le corresponde apoquinar por sus vidas. Más allá de la ignorancia sobre la miseria que hoy en día se embolsa un freelance habida cuenta de que se juega literalmente el tipo, lo que esos cenutrios no entienden, probablemente porque la mollera no les da para más, es que no existe mejor antídoto contra la guerra -siempre injusta para la población que la sufre- que explicar y aun documentar su sinrazón justo donde la gente mata y muere. Desde la premisa del gran George Orwell de que periodismo es publicar lo que alguien quiere que no publiques, pues todo lo demás se reduce a relaciones públicas, con todo respeto a quien se dedica profesionalmente a ellas. El problema radica en que hemos asistido a una banalización total de la información, en tanto que se hace pasar por periodista -y además esa suplantación cuela ante la indolente audiencia- demasiado aprovechategui ducho en la memorización de la Wikipedia o en el corta y pega de trabajos ajenos, mucho desaprensivo que vive de la propalación de infectos rumores o de las tertulias más pendencieras. Nada que ver con la información de interés general, veraz como una suma de datos rectamente obtenidos y difundidos, carente de expresiones injuriosas y por supuesto contrastada para la generación de una opinión pública sólida que forje una sociedad formada y libre. Bien entendido que la información de fuste y comprometida tiene un precio para el profesional que la persigue y elabora, porque requiere tiempo e incomoda al poderoso, pero también para el particular que la disfruta, que debe valorarla en su medida sin dejarse imbuir de la cultura del gratis total letal para el periodismo de calidad. Por morir de inanición o por quedar al albur de los grandes anunciantes y de sus exclusivas -y legítimas- ambiciones.