los tozudos hechos acreditan que el marianismo, la forma de hacer -y de hacerse el longuis, según convenga- del gallego Rajoy, perfectamente puede incorporarse al catálogo de doctrinas políticas. En el sentido de que el ya renovado presidente español ha inventado un nuevo estilo de liderazgo para empezar sin serlo, pues carece tanto de verbo raudo y fluido -hasta acuñar un metalenguaje de tanto sesear y comerse las eñes- como de toda prestancia externa. Diríase incluso que Rajoy se ha investido de autoridad paradójicamente por desestimiento, por ocultarse lo más posible para que su falta de carisma la compensen los errores y los pavores de los otros, sólo así se explica que resistiera al frente del PP tras perder dos elecciones consecutivas o que el PSOE le acabe de regalar la Moncloa con presupuestos o sin ellos. Pero es que además Rajoy se ha demostrado como un consumado prestidigitador, ya que exhibiendo su innata sosería ha difuminado una impronta notoriamente retadora. Hasta el punto de desafiar a la jefatura del Estado, rehusando el encargo real para presentarse a una investidura; al poder legislativo, con su negativa a comparecer como presidente en funciones; a la judicatura, con el colérico borrado de los archivos del delator Bárcenas; y a la prensa, recurriendo a grabaciones y comunicados para evitar preguntas. Un proceder típicamente mariano avalado primero en las urnas y luego en las instituciones que ha determinado la configuración de un Gobierno bajo la teórica apelación al diálogo pero que sin embargo queda consagrado al blindaje de las políticas -sobremanera económicas- del rodillo absolutista de la pasada legislatura. Un continuismo provocador aderezado para más inri de dogmatismo partidario por la designación de la pétrea Cospedal como jefa de los tres ejércitos cuando ya lo es del aparataje del PP. Decisiones todas que evidencian la convicción de Rajoy de que, aupado por la fragmentación de la izquierda y mecido por los poderes fácticos de Madrid y de Bruselas, sólo de su exclusiva voluntad depende la vigencia del marianismo que encarna con cara de pasmo permanente.