Quien bautizó los días de perros nunca ha tenido perro, o era un husky asilvestrado recién traído de la estepa, porque el resto odian sus supuestos días. Y quien dijo que “el hombre es un animal de costumbres” nunca ha puesto en la tele un documental de La 2, ni para sestear en el sofá, porque un animal vive de costumbre en costumbre, a veces tan exactas que parece que sepan leer los relojes. Y el rey del día planificado es el gato; que nadie -sobre todo nadie de casa ajena- se lo altere, que se cabrea.
Los seres humanos tienen costumbres, sí, pero los significan más sus manías. Un compañero de facultad definía manía como “prejuicio sistemático” (decía que se había encontrado esa perla en un crucigrama), pero afina aún más el tiro decir que una manía es una costumbre ilógica.
Las hay por superstición o ritual propiciatorio (decían que el ajedrecista Karpov no se lavaba el pelo durante los torneos, y alguno de sus duelos con Kasparov duraron meses... de sebácea gomina natural), pero no sé si merecen ser llamadas manías, porque ahí sí que hay una lógica, la de atraer a la buena suerte.
Tampoco es justo llamar maniático a quien realiza actos compulsivos, porque ahí no hay voluntariedad, sino enfermedad compulsiva.
No, me refiero a las manías puras y duras, ésas cuya única explicación es porque sí. Un solo ejemplo, que no me caben más: pocas veces he flipado más que el día que vi a mi madre decirle a una nieta que no se comiera el bocadillo del revés (con la parte plana y más tostada del pan hacia arriba). No me supo explicar qué demonios invocaba o qué equilibrio de las energías telúricas rompía ese bocata patas arriba.
Y un colofón: las manías no se cambian por otras; se acumulan con la edad. Cuanto mayor eres, más costumbres tienes -hay que romper la rutina, porque está demostrado que hace que cada día pase muy despacio y cada mes muy rápido-, pero también más manías. Y claro, así, al final, solo te aguanta quien te quiere. Y no siempre.