la guerra de cifras sobre la afluencia a las manifestaciones resulta pueril, ya que el grado de fundamentación teórica de cada convocatoria no depende del número de asistentes, y además siempre tiene mérito sacar a la calle a varios miles de personas. Eso sí, la movilización sabatina constituyó la enésima prueba de que la política es un estado de ánimo, con preponderancia de las emociones sobre la razón. Como lo atestigua el hecho cronológico de que quienes bajo la balconada de la Diputación clamaban por el respeto a la bandera navarra la tenían desplegada al viento sobre sus testas junto a la rojigualda, una paradoja que desmontaba en tiempo real la motivación formal de la protesta. Habida cuenta de que la supresión de enseñas oficiales no se contempla -lo que sí hubiera conferido de lógica a la eventual contestación de quienes se habrían sentido agraviados con toda legitimidad-, la manifestación en contra de que la ikurriña pueda ondear también en los ayuntamientos que así lo aprueben en votación acredita hasta qué punto sigue pendiente la integración de sensibilidades con la argamasa del sentido común. Una verdadera lástima, pues la Navarra del futuro debe salir de su secular ensimismamiento simbólico para ganar el porvenir sin atavismos. A partir de la construcción permanente de una sociedad formada, próspera y cohesionada que potencie la inclusión y erradique los frentismos interesados desde la tolerancia y el reconocimiento de la pluralidad de esta tierra. Una observancia de la diversidad que precisa de diálogo e iniciativas transversales, lejos de planteamientos maniqueos y maximalistas, de bloques y de diques. La Navarra en positivo tiene que enarbolar la bandera de la gente, estimulando el talento y la inversión privada para vigorizar la economía y propugnando la equidad redistributiva para que los caídos puedan levantarse y reinventarse. Todo desde una gestión pública austera y honrada, con el contribuyente como prioridad y exprimiendo al máximo el autogobierno. En aras de una Navarra pujante y solidaria que cobije a todos y donde prime el consenso sobre contenidos en provecho de esa mayoría silenciosa y trabajadora, al margen de a quién se vote y el modo de sentir la navarridad. No se concibe mayor interés general que procurar el bien común y ni uno ni otro caben en las trincheras ideológicas, donde habitan los apoltronados y demasiados mediocres.