el nacionalismo tradicionalmente pactista, que sedujo a Aznar al extremo de hablar catalán en la intimidad, no ha mutado en independentista de manera espontánea sino notoriamente inducida. En concreto, por el laminado del Estatut en 2010 a cargo de un Tribunal Constitucional integrado por jueces fuera de mandato tras su ratificación directa por la ciudadanía catalana, en el marco de una odiosa recogida de firmas del PP en contra del texto y para desgastar al socialista Zapatero. Ahí reside la raíz del conflicto, pues con tal mutilación del autogobierno se quebró el encaje en el Estado de las Autonomías de Catalunya, cuya Generalitat fue restaurada con Tarradellas como icono antes de la aprobación de la Constitución en reconocimiento a su legitimidad como nacionalidad histórica. Al cepillado estatutario le siguió el desprecio al diálogo bilateral con una catalanofobia creciente, que a la postre ha redundado en la intervención total de Catalunya cuando no ha mediado ninguna declaración de independencia ante la ausencia de votación parlamentaria que ratificase un reférendum voluntarista, por unilateral. De tal infortunio que Rajoy se erige también en president fáctico de Catalunya cuando el PSOE se comprometió a no investirlo ni presidente español, con apelaciones obscenas al cumplimiento estricto de la ley por los prebostes de un partido procesado por corrupción -pagador además en negro de obras en su sede nacional- y con algunos cientos de cargos y afiliados imputados. Frente a la suplantación del Govern en pleno -y en riesgo de inhabilitación y hasta de encarcelamiento-, al veto sobre el Parlament impuesto desde Moncloa e incluso al control de la televisión pública catalana por quienes malearon Telemadrid y manosean TVE, ahora se menta como solución mágica el adelanto electoral, al margen de quién lo decrete formalmente, cuando se recupere una normalidad tornada en estado de excepción. Otra falacia más. Porque, como se puede suspender la autonomía pero nunca a los ciudadanos, no menguarán los soberanistas -hoy como la mitad de la población catalana- ni tampoco ese 80% favorable a un referéndum autodeterminista pactado. Así se escribe la historia de este retrocés más que procés, que devuelve a Catalunya a la casilla de salida pero con sus instituciones demolidas y su sociedad aún más tensionada, mientras sobre la estructura territorial se cierne una furiosa recentralización que acabará demonizando los fueros. Al tiempo.