el impreciso artículo 155 de la Constitución, el que sin especificar supuestos concretos faculta al Gobierno central para fulminar las instituciones de una comunidad autónoma, se aprobó a imagen y semejanza de la carta fundamental alemana pero como efecto disuasorio, no con el afán de recetarlo a diestro y sobre todo a siniestro. Cuatro décadas después, desde la sigla actualmente gobernante -el PP sucesor de la AP que aglutinó a todos los vestigios del franquismo refractarios a la Constitución- se explicita a través de su vicesecretario general Casado que el tal artículo 155 constituye sin embargo “un aviso a navegantes en Cataluña y en otras regiones” (sic), nótese que ya ni siquiera comunidades autónomas. Una involución semántica en toda regla que describe un retroceso político palmario en tanto que amenaza expresa para el régimen de autogobierno, pues abierta la espita de la suplantación de la legítima autoridad autonómica por qué no aplicarla por ejemplo cuando medie una severa discrepancia sobre la aportación a las arcas generales del Estado, pongamos que por parte de Navarra. El riesgo reside en que el presidente español de turno puede bloquear a futuro todo diálogo resolutivo con las comunidades más reivindicativas por su fuerte sentimiento de pertenencia para acabar justificando la intervención, en primera instancia de las cuentas autonómicas y hasta donde el Senado lo permita. Ese peligro cierto, excitado por el gen centralista del PP más el jacobinismo fundacional de Ciudadanos, sólo puede conjurarse si la implementación del 155 en Catalunya se traduce en un clamor exigiendo respeto desde los poderes del Estado -también del judicial azuzado por la Fiscalía- a las instituciones emanadas de la soberanía popular. Así como en favor de ese acuerdo demandado mayoritariamente por la ciudadanía que posibilite con plenas garantías legales la libre decisión en las urnas sobre el marco jurídico. Circunscribir las próximas elecciones catalanas decretadas desde Madrid a la simple disyuntiva entre independencia sí o no refuerza al unionismo acérrimo, que cabalga a lomos de la inestabilidad generada por la marcha de empresas ante la ausencia de un referéndum homologado internacionalmente, y sumerge al Estado de las Autonomías -o lo que quede de él- bajo el síndrome del admonitorio artículo 155.