De puente a puente. Del día 4 al 6 y del 6 al 8. Porque me lleva la corriente. El tiempo ha demostrado que, exhibiendo en público el amenazante nudo de la soga de la crisis económica, era más fácil para los gobiernos arramblar con un montón de derechos laborales conquistados durante años que abordar el debate sobre la consecuencia que supondría dinamitar los puentes festivos. Porque fue en 2011 cuando en su discurso de investidura Mariano Rajoy avanzó su plan para suprimir ese encadenamiento de días sin trabajar -la ingeniera de los calendarios laborales- por el coste que ese absentismo tenía en la economía, entonces maltrecha y no por las ganas de fiesta de los asalariados sino por las alegres decisiones de quienes buscaron un negocio redondo y la mayor rentabilidad a costa de lo que fuera y de quien fuese. Decía que, con el beneplácito de CEOE y Cepyme, Rajoy se comprometió a racionalizar el calendario laboral con el argumento también de ganar en eficacia y mejorar la productividad. A grandes rasgos la clave consistía en trasladar esos festivos a los lunes más cercanos. A los sindicatos no les parecía mal y hay informes muy densos que defienden esa opción. Pero la crisis duró el tiempo necesario para generar un nuevo escenario laboral en el que se ha impuesto el argumento de que “esto es lo que hay: lo tomas o lo dejas”. Y ahí quedaron los puentes, en un nuevo paisaje en el que la gente que le ha visto las orejas al lobo y ha salido medianamente indemne ha percibido la urgencia de disfrutar de su tiempo, algo que, como los salarios de hace unos años, tampoco se recupera. Y no ha habido más debate político. Las gentes llenan estos días las ciudades con atractivo turístico, viajan, esquían, buscan el sol, abarrotan las casas rurales... Los efectos negativos en la productividad de algunas empresas tienen, sin embargo, una cara b en el impacto en el sector del turismo, hostelería y ocio. No me parece una decisión sencilla porque también está por medio la Iglesia y su santoral. Antes se reformará la Constitución...
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