Edorta Jiménez y Javier Muñoz, escritor y periodista, han logrado contagiarme esta semana de puentes su veneno por el escritor Ernest Hemingway al que tenía apartado de mi pensamiento seguramente con una bota de vino y un toro. El excombatiente seductor entregado a la caza, al toreo, al vino, al boxeo y al poker ha pasado a interesarme como un escritor y periodista que “devoraba” todo lo que ocurría a su alrededor, amante de la cultura en todas sus expresiones y cronista apasionado de la historia que le tocó vivir. Me detuve así en esa generación perdida que, en su tránsito de Estados Unidos a la vieja Europa, reivindicaban al hombre como parte del ser colectivo, y que vivieron su vida al límite y sin corsés puritanos. Los recuerdos desvirtúan, interpretan los hechos al margen de lo sucedido o leído. Yo tendría la mitad de los años que ahora tengo cuando leí no Fiesta (nunca) sino Por quien doblan las campanas (Hemingway), la historia del voluntario de un brigadista internacional que participó en la Guerra Civil. Historia del amor y la guerra. Historias crudas y realistas. Hombres duros... El valor enfrentado a la cobardía o la traición. De esa generación perdida de escritores americanos marcados por la primera gran guerra me interesaron los trópicos obscenos de Henry Miller, los bichos de Kafka... la brutal denuncia social de Las uvas de la ira de Steibeck... Competían entonces para mí con los autores del realismo ruso, Guerra y paz de Tolstoi. Dice el escritor y periodista Juan José Millas, presente esta pasada semana en Pamplona, que nuestra existencia está gobernada por el azar, minutos o momentos que marcarán nuestra existencia. Los libros que hemos hecho nuestros también forman parte de ese sustrato personal. Ni siquiera escritores sino que son títulos, historias muy concretas las que conforman nuestro background. A Hemingway dos mujeres, la escritora Gertrude Steing, mecenas vanguardista, y su pareja Alice B. Toklas, le animaron a venir a Pamplona tras su viaje por Europa. Gertrude debió decirle que para conocer las mejores corridas de toros no tenía que irse a Madrid o Andalucía sino a Pamplona. Y le hizo caso. Fue un 6 de julio de 1926. Desde entonces la vida de esta ciudad cambiaría para siempre. En el París de los locos años 20, hervidero de artistas.
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