La idea de que la mente es tan poderosa que puede superar todas las limitaciones es tan atractiva que Borges y Bioy se inventaron al detective Isidro Parodi, que nunca salía de su celda, y Asimov creó a Wendell Urth, que casi no abandonaba su despacho por fobia a todo medio de locomoción salvo sus propios pies. Ambos resolvían los casos que les presentaban sin más instrumentos que sus conocimientos y su inteligencia. Todo un elogio a la razón pura. Pero, ya se sabe, la realidad siempre supera la ficción, y entró en escena Stephen Hawking. La mente más brillante en el cuerpo más lamentable.
Cuando su Breve historia del tiempo (1988) se convirtió en best-seller -es el libro de divulgación científica más vendido de la historia-, me lo compré, con más entusiasmo que conocimiento, a ver si entendía algo de los agujeros negros que él estaba popularizando (lo primero que oí es que los rusos rechazaron el término, porque en ruso ya estaba cogido para... el tercer ojo). Y me animó que en el prólogo diga que solo hay una fórmula (la famosa e=mc2 de Einstein) porque le advirtieron de que cada ecuación dividiría sus ventas por la mitad. Por desgracia, nadie le dijo que los gráficos son para que se entiendan mejor las cosas y no al revés (son lo más incomprensible del libro).
El caso es que lo empiezas a leer y, sí, es interesante, didáctico, instructivo, etcétera? hasta que, de pronto, crees que te han vendido un ejemplar al que le faltan varias páginas, porque te has perdido, y solo en los últimos capítulos retomas más o menos el hilo. Y, claro, te queda la sensación de -como te dice tu cuñado en Navidades- haberte dejado lo mejor en el plato. Y así las tres o cuatro veces que desde entonces le he intentado hincar el diente.
En todo caso, y al margen de la sabiduría que destila -otra cosa es que seas capaz de absorberla o te entre por los ojos y te salga por el colapso gravitatorio-, es significativo que Hawking, como Parodi o Urth, tenga tanto sentido del humor. Lo demuestra, por ejemplo, al afirmar que “los agujeros negros no tienen pelo” (los rusos no estarán de acuerdo) o al enmendarle la plana al mismísimo Einstein, con un argumento ya clásico en la física cuántica: “Dios no solo juega a los dados con el universo sino que los tira donde no podemos verlos”. Y es que, ya se sabe, el humor es condición sine qua non de la inteligencia.