Una semana después de que Juan Guaidó se arrogara para sí la presidencia de Venezuela, de que Estados Unidos y sus aliados más cercanos reconocieran al presidente del parlamento como primera autoridad del país, del intercambio de amenazas entre unos y otros, después, en fin, de todo ese ruido mediático y diplomático, las cosas siguen igual (de mal). Enfundado en esa chaqueta de chándal multicolor más propia de un desfile de apertura de Juegos Olímpicos, Maduro resiste con el paso de los días, tirando de su vocación frustrada de monologuista, poniendo en primer plano al personaje que se ha comido al político que quizá nunca ha sido y constatando que la amenaza de las 5.000 tropas que el asesor de seguridad de Trump dibujó en sus notas para que las captaran las cámaras como por casualidad no parece sino otra fanfarronada más del tío Donald. En esta revuelta a plazos a la que no se atisba todavía esa salida negociada y democrática por la que abogan los países menos beligerantes, el tiempo corre a favor de Maduro, aunque esa carrera le conduzca irremediablemente a un callejón sin salida vigilado por el ejército. En este contexto de crispación, enfrentamientos y muertos, no hay que olvidar que Maduro es heredero de Hugo Chávez, el militar que alcanzó popularidad y concitó afectos y seguidores en todo el país después de sus asonadas contra el gobierno presidido con Carlos Andrés Pérez, salpicado por la corrupción en unos años en los que el dinero del petróleo entraba en el país a espuertas. Ocurrió que, como en otros muchos casos, lo que con Chávez parecía una solución a una situación de crisis derivó con la instauración del chavismo en problema enquistado, en trinchera contra el mundo, aunque sin alcanzar el grado de tensión social y reparo internacional que Maduro ha generado en la actualidad. Una semana después, en Venezuela prosiguen las manifestaciones y crece la mayor amenaza para el régimen: el hambre, esa plaga contra la que no hay resistencia posible.