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Felón

en los tebeos del Capitán Trueno, héroe del cómic de aquellos años infantiles, saltaban palabrejas y expresiones que ayudaban a decorar también con el lenguaje aquel ambiente históricamente imposible de caballeros medievales que lo mismo coincidían con el rey Arturo, que se cruzaban con la cruzada de Godofredo de Bouillon o montaban en globo y aterrizaban más allá de donde debió llegar Marco Polo mucho después. La curiosidad a partir de la ficción ayudaba a despejar dudas y poner también cada asunto en su tiempo.

Felón fue, es, una de esas palabras orondas, rotundas, que se aparecían de vez en cuando entre esas viñetas de aventuras. Sonaba a insulto gordo, también espoleaba la imaginación hacia cualquier otro significado, era fácil de retener, transportaba ese pelín de tufo a rancio que daba rango, sabiduría a su utilización. Taco bueno en esos tiernos tiempos. Felón, dicta el diccionario, era aquel que se apartaba de las leyes de la caballería, de las cuotas de vasallaje o sumisión a las normas de entonces. Ser un felón era insulto y la felonía un particular modo de traición.

Nada que ver con el corazón puro y brazo fuerte del caballero andante éste, por otra parte un tipo bastante aburrido si se le privaba de apalear sarracenos y gente de malvivir, mentecatos y demás.

En los inventados tiempos del Capitán Trueno, ser un felón parecía cosa muy grave en ese peculiar mundo de sometimiento y mucha mano dura que ya pasó. Un mundo de buenos y malos.

Pablo Casado, en la última semana de arengas y encendido verbo, tildó a Pedro Sánchez de felón y una decena de cosas más en esa retahíla florida de calificativos que fue contabilizada por algunos medios hace unos días. El lenguaje también radiografía el cerebro, estas cabecitas nuestras, suyas.

Felonía, reconquista, épica e hípica. El Capitán Trueno, Goliat y Crispín andan por aquí. Los tres. Menuda cuadrilla.