En el discutido asunto del cambio de hora que de nuevo nos viene encima, yo llevaría el debate a un extremo: ¿por qué en el horario de invierno no retrasamos los relojes dos horas en lugar de una? Ya sé que la sola alteración de sesenta minutos en nuestros hábitos confunde a los biorritmos y tiene al cuerpo despistado durante los primeros días porque el organismo reclama lo cotidiano y la cabeza va haciendo tiempo mientras pone en orden comidas y descanso. Lo he comprobado en primera persona; en cada avance y retraso de las manecillas del reloj hay un montón de trastornos que nos sacuden durante los primeros días: lo que sería un jet lag de andar por casa. Pero expuestos a sufrir, busquemos el beneficio que nos podría dar esa variación no de una sino de dos horas más.

¿No es cierto que la falta de luz contribuye a empeorar los síntomas de depresión; que provoca abatimiento hasta en el ánimo del más optimista? Arrancar la jornada laboral entre sombras y con luz eléctrica hasta casi las diez de la mañana resultaría extraño, ¿pero haríamos ascos a que en las horas de ocio de la tarde (para la mayoría de la población) hubiera luz natural hasta las siete en los meses de noviembre, diciembre y enero?

Lo cambios de horario nunca han tenido en cuenta las prioridades de las personas: siempre han respondido a motivaciones económicas. Ese ha sido el argumento esgrimido (el del ahorro de la factura energética, fundamentalmente), hasta que con números en la mano ha quedado demostrado que los beneficios que se pregonaban no eran tales. De hecho, es más que posible que esta sea la última alteración del horario invernal antes de que el Gobierno español opte por su eliminación.

A mí ya me pone malo solo el pensar en este largo y oscuro túnel por el que transitaremos hasta abril, con esas noches eternas que caen desde las cinco de la tarde, con ausencia de sol y el único consuelo, ¡ay!, de autoengañarse publicitando ¡qué bonito es el otoño en Navarra?! Ya.